La abuela.

La abuela nos despertaba a las 7:00 am en época de vacaciones, me alcanzaba una escoba para barrer y nos obligaba a desayunar.

En las tardes se tomaba un permiso de su armadura habitual y se sentaba a contar anécdotas con su taza de café en la mano, ese momento era ella sin limitaciones, ligera, contaba la historia de generaciones de la familia, de cómo los tíos trabajaban en el campo, de esa terrible historia de la hambruna de 1912, de los abuelos de sus abuelos y como eventualmente trajo al mundo 5 niños y los crió para ser chicos de bien. La abuela tenía el temple de una Doña Bárbara, era hermosamente difícil de complacer.  Cuando se apartaba de ese cuadro de señora de hierro se volvía vulnerable, sus inseguridades, sus miedos, sus recuerdos más dolorosos permanecían escondidos en esa ojeras de desvelo, en esas manos que se juntaban para orar por un día más de vida de alguien que luchaba en el limbo de la muerte y en el descanso eterno de aquellos que el tiempo vino a buscar.

La abuela me pedía que me sentara en el suelo de espaldas contra ella, intentando domar mi cabello con sus dedos y mi temperamento con sus palabras

 ¿Por qué es que no te gusta peinarte? Eres una señorita, siempre tienes que estar presentable, uno puede ser humilde pero siempre arreglado, eso es lo que marca la diferencia.

No le respondas a tu papá.

Barre bien, no escondas la basura.

Arregla tu cama ¿Cómo puedes dormir con toda esa ropa ahí?

Bastaba que se me escapara un “ay abuela” para que me mostrara lo increíble que eran sus ojos, mientras entre el peligro latente de la “chancla” y el pánico del silencio matador de abuela me hacía correr con torpeza a cumplir sus deseos.

A ella le gustaban los dulces tradicionales, lo hecho en casa, con poca parafernalia porque la comida siempre se trataba del sazón y el empeño que le ponías en vez de ingredientes caros.

Siempre hablaba de lo importante de la familia, de ayudar al otro si estaba en nuestras manos porque eso no lo agradecían los hombres sino lo devolvía Dios y una conciencia tranquila, como esa vez en la que recibió y cuidó a mi abuela materna en su casa.

Mi abuela era una Barbie, hacía de todo. Lo que no sabía lo inventaba. No había nada que no pudiera hacer.


Llegó hasta 6 grado de educación básica porque su familia no tenía los recursos para seguirla llevando a la escuela.  Cuido niños, limpiaba casas, cocinaba rico, aprendió a cortar pelo, a poner inyecciones, a animar a la gente con sus batidos nutricionales post-resacas, fue prestamista e innovadora en el barrio por promover el ahorro como juego de SAN, media pitonisa, bastaba poco trato con algunas personas para conocer sus intenciones y pocas veces se equivocaba…También era costurera improvisada, detectora de mentiras inmediata y una luchadora que nunca se echó un paso atrás ante nadie.

Abuela me enseño que casi nadie nos tomaría en serio si nosotros mismos no lo hacíamos, que la humildad era más que una palabra bonita sino algo que la gente olvidaba de practicar. Leer era gratis y siempre lo seria, que había tantas cosas en el mundo como estrellas en el universo, siempre había algo nuevo que aprender.

Ejercitaba su mente leyendo hasta los “clasificados” incluyendo el de las chicas de la noche para reírse de la pobre redacción.

Un día la abuela comenzó a hacer un poco distraída, luego olvidadiza, luego vulnerable, ante los vaivenes de los recuerdos que pensó tendría fijos en su memoria, se preguntó más de una vez porque estaba así. 

La Maria de los Santos fuerte y valiente se le olvido que ya no era la misma. Ahora recordaba su infancia más nítidamente que su adultez, hablaba con fantasmas en la noche e ignoraba a los vivos de día.

Se arrepintió de amores perdidos y sentía vergüenza de haber sido inocente como si hubiese sido un precio que se paga al crecer. La abuela pedía tranquilidad a Dios y el se la otorgo después de un tiempo de haber luchado con algo más fuerte que ella.

Fue la guerrera amazónica que nadie se imaginó, la hija de Higinio y Manuela, la Sra. De Ramos, el lazo conector y el soporte de la familia.

Maria de los Santos fue increíble y su historia la voy a contar también cuando mande a mis nietos a barrer mientras tome café.









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